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Con el cristal de la niñez

Aunque no sabíamos qué era, mi hermana y yo nos comprometimos con la misión cuando mi papá nos encargó buscar vidrios pequeñitos para hacer un caleidoscopio. Por las tardes, cuando salíamos a recorrer con mi mamá las calles de tierra, hacia el campo, no despegábamos la mirada del suelo, buscando esos pequeños tesoros.

Mi papá volvía del trabajo y corríamos a mostrarle lo que habíamos conseguido. A veces era un poco decepcionante, porque no aceptaba trocitos de plástico, ni vidrio pintado, tenía que ser vidrio de color. No entendíamos por qué algunos pedacitos que se veían tan lindos quedaban descartados. Pero seguimos adelante con la tarea y encontramos vidrios de varios colores, con diferentes formas y hasta algunos con relieves fascinantes.

Una vez que recolectamos suficientes tesoros, papá los dividió y armó dos caleidoscopios. Nada de todo lo que admirábamos en las jugueterías se parecía a las creaciones de papá Luis, ni en calidad, ni en detalle. Nosotras lo mirábamos encantadas mientras hacía su magia en el tallercito, era nuestro MacGyver, con pedacitos de cosas desechadas fabricaba juguetes increíbles.

Ya lo conté en otro post, cuando nos acercábamos y le preguntábamos qué estaba haciendo nos respondía: “una trampa para cazar curiosas”. Los caleidoscopios fueron la excepción, porque ya sabíamos como se llamaba lo que estaba haciendo, aunque no por eso fue menos misteriosa y fascinante la confección. Debemos haber estado hipnotizadas con la boca abierta, mirando como lo hacía. Y más hipnotizadas aun cuando nos paramos en la galería de casa, de cara al ventanal para espiar por primera vez dentro de los tubitos mágicos forrados en papel araña azul. También nos peleamos (obviamente) por ver quién tenía el más lindo, pero era imposible determinarlo, el dibujo siempre cambiaba.

Cuando visito a mi mamá, y paso por el estante donde están los caleidoscopios no puedo evitar agarrarlos y espiar, no pierden nunca la magia, el ruidito de los vidrios al girar el tubo, las figuras infinitas, los colores, las formas que siempre cambian pero la esencia sigue siendo la misma y me lleva directo a los noventa, a las calles de tierra, el campo, el tallercito de mi papá, las caminatas con mamá y mi hermana, la escuela…

Recuerdo que cuando en la escuela nos contaron que los españoles engañaron a los pueblos originarios con espejitos de colores a cambio de oro yo me imaginaba a los incas con caleidoscopios y pensaba que habían salido ganando en el trueque.

Volviendo a mi papá, él siempre trataba de dejarnos una enseñanza en todo lo que hacía y lo que nos regalaba. No hablaba mucho, pero pensaba cada palabra. A veces contaba anécdotas muy interesantes de su vida, relatos que nunca habíamos escuchado, tampoco mi mamá, que decía asombrada “¡Luis, nunca me habías contado eso!”. Parecía que él administraba todas las historias valiosas para no repetirlas nunca, y contarlas en el momento exacto: una tarde tomando mate en el porche de casa mirando al campo, una noche de verano cenando en el jardín bajo las estrellas o un día que estábamos muy tristes, con el fin de consolarnos. Me pregunto si le habrá quedado alguna historia por contar o si calculó perfectamente cuándo compartirlas.

Cuando escucho la frase “nada es verdad, nada es mentira, todo depende del cristal con que se mira” pienso en sus caleidoscopios, quizás la enseñanza fue hacernos buscar cristales que no se dañaran con el tiempo, cristales de calidad para mirar la vida. O quizás no, pero es muy posible que sí, jaja, quién sabe. Él no hacía nada al azar, y todo lo planeaba en complicidad con mi mamá.

Hoy, día del niño, 30 años después, me pregunto con qué cristal miro yo la vida. Es muy difícil no dejarse tentar por los plásticos y los vidrios pintados que encontramos en nuestro camino, es más difícil aún tratar de seguir mirando la vida con el cristal de la niñez.

¿Con qué cristal miraba yo la vida cuando era niña?

Veía todo con alegría y con una sonrisa enorme, y siempre pensaba bien de la gente (eso lo extraño). También era muy inquieta y tenía una imaginación capaz de recortar y editar la realidad y acomodarla a lo que yo deseara (eso aun lo tengo).

“Es hora de que madures”, quizás te lo dijeron alguna vez o se lo dijiste a alguien, como una exigencia o un consejo, como si fuera la gran cosa, como si fuera una evolución transformarnos en adultos, cambiar nuestro cristal. Y cada día del niño, seguramente también lo escuchaste o lo leíste, alguien menciona al niño que tenemos dentro. Entonces sonreímos con candidez durante dos segundos para retomar nuestro camino serio y maduro muy rapidito. Porque no queremos ser inmaduros, no queremos parecer locos.

Este día del niño te escribo «ojalá que guardes siempre ese cristal», ese que te hacía único en tu niñez, esa sonrisa, ese optimismo, esa inocencia, esa generosidad, o lo que sea que abandonaste en una repisa de la casa de tus padres, para dedicarte a crecer. Ojalá que nunca te de vergüenza inventar una historia disparatada, correr sin doblar las rodillas, hacer burbujas en el café con leche con un sorbete o pasar por una plaza y sentarte en una hamaca y hamacarte con toda la fuerza del mundo para descubrir si es verdad que se puede girar en 360°. Y te deseo que no necesites estar acompañado de un niño para hacerlo, que disfrutes de tu aventura sin excusas, sin otro objetivo que complacer a TU niño interior, sin que te importe otra mirada que no sea la suya, la del cristal de la niñez.

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